El caudillismo, que se
dice que es uno de los grandes males de América Latina parece que no cede en el
ideario del latinoamericano promedio. Las dictaduras que ha padecido (y en
algunos casos todavía padecen algunos países) la mayor parte del continente son
producto del ideal de que una persona con unos cuantos pases mágicos resolverá nuestros
problemas es común en la región y basta con hacer preguntas a las personas en
la calle. Desde luego que México no es la excepción ya que incluso los más jóvenes
e “informados” tienen esta idea. El origen de esto es que durante la colonia la
corona española ejerció un gobierno vertical y opaco que consistía en callar y
obedecer. Por eso es que la monarquía estuvo en el ideario mexicano hasta bien
entrado el siglo XIX y también la razón por la que en regímenes autoritarios el
país alcanza altos niveles de prosperidad, pues la población solo calla y
obedece sin chistar. Claro que no siempre ha sido así, pues también ha habido
autoritarismos que no han aportado nada. Ese es el origen del caudillo
necesario, es decir, aquel que se sentía indispensable para la correcta marcha
nacional. En mi opinión hubo tres personajes con esas características.
El primero de ellos fue
el general Antonio López de Santa Anna, que ocupó once veces la amada silla
presidencial. Santa Anna tenía la habilidad de que todos lo siguieran a pesar
de que nunca tuvo ideales claros y siempre se acomodó de acuerdo a la dirección
de los vientos políticos. Sin embargo, el defecto más identificable del
veracruzano era su excesiva vanidad que lo llevó a sentirse como el Napoleón
Mexicano sin tener los dotes militares o políticos del Corzo. La necesidad de
vanagloriarse a sí mismo lo llevó a dejar la administración del país en manos
de otras personas cuando la situación política se tornaba complicada o en las
rebeliones militares, que había casi a diario, se enlistaba inmediatamente para
combatirlas y no se diga las intervenciones extranjeras. Los intelectuales de
su época (Valentín Gómez Farías y Lucas Alamán) cometieron el error de confiar
en su “Alteza Serenísima” y por eso se perdió la mitad del territorio de los
Estados Unidos. Tanto en la Guerra de Texas como en la Intervención
Norteamericana la necesidad de vanagloriarse de Santa Anna fue nuestra perdición,
pero también la falta de patriotismo de los mexicanos.
El segundo personaje
tiene mejor fama que Santa Anna, pero su terquedad y ambición de poder lo
hicieron cometer algunas atrocidades. Estoy hablando de Benito Juárez, por
supuesto. Él fue el presidente que más se aferró a la amada silla pues solo la
muerte lo pudo separar de ella. Existe una gran probabilidad de que nadie nunca
lo eligiera presidente y voy a explicar por qué. En primer lugar, llegó a la
presidencia luego de la renuncia del presidente en turno, Ignacio Comonfort, en
1858 (en aquel entonces a falta de presidente el presidente de la Suprema Corte
ascendía al poder, y este era Juárez). Acelerando el tiempo, llegamos a la
Intervención Francesa, y la Constitución de 1857 establecía que sin importar
las circunstancia del país el presidente debía entregar el poder a un sucesor;
como en ese entonces no se podía convocar a elecciones debía entregar la silla
a Jesús González Ortega, entonces presidente de la Suprema Corte. Ni a la caída
del Segundo Imperio quería entregar el poder, e incluso se valió del fraude
electoral para aferrarse a la amada silla y no una, sino dos veces. Y esto no
es todo, pues después de la caída de Maximiliano buscó y logró que el congreso
le otorgara facultades extraordinarias para gobernar sin que nada ni nadie le
impidiera hacer su voluntad. Con estos poderes organizó algunas de las matanzas
más desconocidas de la historia como la de los yaquis en Sonora, ocurrida en
1868, que tenía por objetivo arrebatarles sus tierras para cumplir el propósito
de la nefasta Ley de Desamortización. Si Juárez no es recordado como dictador es
porque murió en 1872.
El último de los
caudillos necesarios fue don Porfirio Díaz, que muchos piensan que fue el más aferrado
al poder, pero ese título se lo lleva su paisano y otrora amigo, Benito Juárez.
Sí, el general Díaz duró poco más de tres décadas en la presidencia, pero a
diferencia de Juárez renunció a ella y no lo retiro la muy democrática muerte. Díaz
era una combinación entre Santa Anna y don Benito, pues tenía la grandilocuencia
del primero y las ideas del segundo. Y, a diferencia de ambos, el general Díaz
más clara del México que quería para el futuro. “Poca política y mucha
administración” o “Paz, orden y progreso” fueron los lemas por los que se guío
don Porfirio. En efecto, el desarrollo económico durante su mandato fue
innegable ya que trajo a nuestro país la Revolución Industrial, se ampliaron
infraestructuras y se ampliaron otras, se hizo mucho por pagar la deuda externa
y por primera vez en la historia se consiguieron reservas. Que en aquel
entonces existían injusticias, sí, pero en aquella época no había ojos para las
necesidades sociales, que por cierto fueron atendidas a medias por la
Revolución y sin embargo se destruyeron los logros de don Porfirio. Sin embargo,
cometió el error fatal, al igual que Santa Anna (que también fue derribado por
una rebelión) y Juárez: llegó el momento en el que pensó que era indispensable
que se mantuviera en la presidencia de la república. Y el mismo promovería la catástrofe
en 1908 cuando lo entrevistó el periodista norteamericano James Creelman donde
dijo que el país ya estaba maduro para la democracia. Como en la primera década
del siglo XX ya había cierta oposición a su régimen, se fundaron partidos políticos
tomando por válidas sus palabras. Sin embargo, Díaz se reeligió, una revuelta
armada lo obligó a renunciar y todo se fue al diablo. Y en la actualidad no nos
hemos dado cuenta de que el caudillismo ha sido la ruina nacional.
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