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martes, 2 de enero de 2018

El caudillo necesario

El caudillismo, que se dice que es uno de los grandes males de América Latina parece que no cede en el ideario del latinoamericano promedio. Las dictaduras que ha padecido (y en algunos casos todavía padecen algunos países) la mayor parte del continente son producto del ideal de que una persona con unos cuantos pases mágicos resolverá nuestros problemas es común en la región y basta con hacer preguntas a las personas en la calle. Desde luego que México no es la excepción ya que incluso los más jóvenes e “informados” tienen esta idea. El origen de esto es que durante la colonia la corona española ejerció un gobierno vertical y opaco que consistía en callar y obedecer. Por eso es que la monarquía estuvo en el ideario mexicano hasta bien entrado el siglo XIX y también la razón por la que en regímenes autoritarios el país alcanza altos niveles de prosperidad, pues la población solo calla y obedece sin chistar. Claro que no siempre ha sido así, pues también ha habido autoritarismos que no han aportado nada. Ese es el origen del caudillo necesario, es decir, aquel que se sentía indispensable para la correcta marcha nacional. En mi opinión hubo tres personajes con esas características.
El primero de ellos fue el general Antonio López de Santa Anna, que ocupó once veces la amada silla presidencial. Santa Anna tenía la habilidad de que todos lo siguieran a pesar de que nunca tuvo ideales claros y siempre se acomodó de acuerdo a la dirección de los vientos políticos. Sin embargo, el defecto más identificable del veracruzano era su excesiva vanidad que lo llevó a sentirse como el Napoleón Mexicano sin tener los dotes militares o políticos del Corzo. La necesidad de vanagloriarse a sí mismo lo llevó a dejar la administración del país en manos de otras personas cuando la situación política se tornaba complicada o en las rebeliones militares, que había casi a diario, se enlistaba inmediatamente para combatirlas y no se diga las intervenciones extranjeras. Los intelectuales de su época (Valentín Gómez Farías y Lucas Alamán) cometieron el error de confiar en su “Alteza Serenísima” y por eso se perdió la mitad del territorio de los Estados Unidos. Tanto en la Guerra de Texas como en la Intervención Norteamericana la necesidad de vanagloriarse de Santa Anna fue nuestra perdición, pero también la falta de patriotismo de los mexicanos.
El segundo personaje tiene mejor fama que Santa Anna, pero su terquedad y ambición de poder lo hicieron cometer algunas atrocidades. Estoy hablando de Benito Juárez, por supuesto. Él fue el presidente que más se aferró a la amada silla pues solo la muerte lo pudo separar de ella. Existe una gran probabilidad de que nadie nunca lo eligiera presidente y voy a explicar por qué. En primer lugar, llegó a la presidencia luego de la renuncia del presidente en turno, Ignacio Comonfort, en 1858 (en aquel entonces a falta de presidente el presidente de la Suprema Corte ascendía al poder, y este era Juárez). Acelerando el tiempo, llegamos a la Intervención Francesa, y la Constitución de 1857 establecía que sin importar las circunstancia del país el presidente debía entregar el poder a un sucesor; como en ese entonces no se podía convocar a elecciones debía entregar la silla a Jesús González Ortega, entonces presidente de la Suprema Corte. Ni a la caída del Segundo Imperio quería entregar el poder, e incluso se valió del fraude electoral para aferrarse a la amada silla y no una, sino dos veces. Y esto no es todo, pues después de la caída de Maximiliano buscó y logró que el congreso le otorgara facultades extraordinarias para gobernar sin que nada ni nadie le impidiera hacer su voluntad. Con estos poderes organizó algunas de las matanzas más desconocidas de la historia como la de los yaquis en Sonora, ocurrida en 1868, que tenía por objetivo arrebatarles sus tierras para cumplir el propósito de la nefasta Ley de Desamortización. Si Juárez no es recordado como dictador es porque murió en 1872.

El último de los caudillos necesarios fue don Porfirio Díaz, que muchos piensan que fue el más aferrado al poder, pero ese título se lo lleva su paisano y otrora amigo, Benito Juárez. Sí, el general Díaz duró poco más de tres décadas en la presidencia, pero a diferencia de Juárez renunció a ella y no lo retiro la muy democrática muerte. Díaz era una combinación entre Santa Anna y don Benito, pues tenía la grandilocuencia del primero y las ideas del segundo. Y, a diferencia de ambos, el general Díaz más clara del México que quería para el futuro. “Poca política y mucha administración” o “Paz, orden y progreso” fueron los lemas por los que se guío don Porfirio. En efecto, el desarrollo económico durante su mandato fue innegable ya que trajo a nuestro país la Revolución Industrial, se ampliaron infraestructuras y se ampliaron otras, se hizo mucho por pagar la deuda externa y por primera vez en la historia se consiguieron reservas. Que en aquel entonces existían injusticias, sí, pero en aquella época no había ojos para las necesidades sociales, que por cierto fueron atendidas a medias por la Revolución y sin embargo se destruyeron los logros de don Porfirio. Sin embargo, cometió el error fatal, al igual que Santa Anna (que también fue derribado por una rebelión) y Juárez: llegó el momento en el que pensó que era indispensable que se mantuviera en la presidencia de la república. Y el mismo promovería la catástrofe en 1908 cuando lo entrevistó el periodista norteamericano James Creelman donde dijo que el país ya estaba maduro para la democracia. Como en la primera década del siglo XX ya había cierta oposición a su régimen, se fundaron partidos políticos tomando por válidas sus palabras. Sin embargo, Díaz se reeligió, una revuelta armada lo obligó a renunciar y todo se fue al diablo. Y en la actualidad no nos hemos dado cuenta de que el caudillismo ha sido la ruina nacional.   

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